🌩️ Capítulo I: El Nacimiento del Rey del Fuego
“Desde el principio de los tiempos, cuando el universo era solo un murmullo de olas y vientos, nació aquel que traería el estruendo del trueno y el latir del tambor: Changó.”
En el corazón del panteón yoruba, Changó es el Orisha del fuego, el trueno, la virilidad y el poder. Su historia comienza en el seno de Yemayá, la madre de todos los Orishas y señora del mar. Según los patakíes más antiguos, Yemayá concibió a Changó como un regalo del cielo para traer equilibrio entre la fuerza destructora del rayo y la fertilidad de las lluvias.
Changó nació con un grito que retumbó como un trueno. Sus primeros llantos hicieron que los cielos se iluminaran y las nubes se cargaran de energía. Desde pequeño, se le reconoció un carácter indómito: era testarudo, valiente y apasionado. A medida que crecía, su madre Yemayá lo protegía de los celos de otros Orishas que temían el poder que se gestaba en él.
Se dice que Changó, siendo un niño, se divertía lanzando piedras al cielo y que esas piedras caían como centellas. Su fascinación por el fuego lo llevó a dominarlo como nadie; el calor le obedecía y las llamas danzaban a su ritmo. Así fue como el fuego se convirtió en símbolo de su presencia.
Pronto comenzó a destacar entre los Orishas y en la tierra de Oyó, donde vivían los hombres. Allí, los mortales se asombraban de aquel joven que podía encender la noche con un simple movimiento de manos. Changó aprendió a tocar el tambor batá, y cada redoble suyo hacía temblar la tierra. El ritmo del tambor se convirtió en su voz, un idioma que hablaba al corazón de su pueblo.
Los primeros signos de su destino se revelaron también en su magnetismo con las mujeres. Oshún, la diosa del amor, la dulzura y los ríos, se enamoró perdidamente de su fuego. Entre ambos nació una pasión incontrolable que fundía el agua con la llama, creando vapores que subían al cielo como plegarias. Pero Oya, señora de los vientos y los cementerios, también lo amó, en un romance tan salvaje como el huracán. Ambas marcaron el corazón de Changó, quien siempre llevó en su pecho la mezcla de amor, deseo y celos.
Changó no solo era fuego; también era justicia. Desde joven mostró un profundo sentido de la equidad. Se colocaba del lado de los débiles, defendía a los oprimidos y desafiaba a los tiranos. Sus primeras proezas como guerrero fueron al liberar pueblos enteros del yugo de reyes crueles, enfrentando ejércitos con un valor que solo podía brotar de un corazón ardiente.
Los ancianos narran que, en las noches de tormenta, podía verse a Changó cabalgando los relámpagos, con su hacha doble brillando entre las nubes. Su risa se confundía con el retumbar del trueno, y cada rayo que partía la tierra era su firma sobre el mundo.
Con el paso de los años, Changó fue comprendiendo el peso de sus dones. Cada vez que encendía un fuego, sabía que ese mismo fuego podía dar vida o destruir. Cada vez que hacía sonar el tambor, comprendía que la música podía convocar la alegría o la guerra. Así empezó a forjarse en él la dualidad que lo define: pasión y juicio, furia y compasión.
Antes de reclamar su trono, Changó vivió aventuras que lo prepararon para reinar: se adentró en los misterios de la selva con Ochosi, el cazador; aprendió sobre el hierro y el coraje con Ogún, el herrero y guerrero; y entendió los caminos del destino junto a Elegguá, el dueño de los caminos y las encrucijadas. Cada uno de estos encuentros templó su espíritu y reforzó su grandeza.
En las tardes de lluvia, cuando el sol se asoma entre nubes y crea un resplandor rojo, se dice que es Changó recordando sus primeros días en la tierra, cuando su pasión recién despertaba. El pueblo, al ver esos cielos enrojecidos, aún entona su canto:
“Kabiosile Changó, rey del fuego, señor del tambor, dueño del trueno.”
En este primer capítulo se revela que la esencia de Changó no es solo la violencia del rayo, sino la pasión que alimenta la vida misma. Su infancia y juventud son la semilla del mito, un presagio del gobernante que desafiará a dioses y hombres.
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